Por muchos años ese Dios omnipresente se había enraizado en la parte más vulnerable de mi subconciente. Mi familia, creyentes férreos por generaciones, me habían envenadado el pensamiento con cientos de fábulas en donde el animal protagonista siempre debía hacer dos cosas: callar y someterse a la voluntad de Dios. Me tomó algunos años (y golpes en mi humanidad venida a menos) darme cuenta de que todas esas palabras escurrían hipocrecía y vanidad a cascadas, que las palabras escritas en ese gordo libro que con tanto esmero recitaban en voz alta carecían de significado propio lo que las hacía ideales para ser moldeadas a gusto de aquellos a quienes debíamos considerar "líderes espirituales", en otras palabras, amos a los que se les debía obedecer sin rechistar.
Una tarde del primer mes del año, un azno disfrazado de "amigo" poseyó mi cuerpo a la fuerza... al terminar no cesaba de preguntarle a Dios en que cabrón instante me había ganado el castigo de ser menospreciada física y mentalmente. Ni Dios, ni los líderes espirituales, mucho menos mi familia me dió respuesta alguna.
Y dejé de abrazarme a Dios, a los hombres, a los lazos sentimentales y a la pertenencia misma; desde entonces mi cuerpo, mi conciente y subconciente danzan en el vaivén del tiempo, con la ventaja de ser tan libre como ninguno de mis antepasados lo fué, con la febril sensación de ser el cuervo que toca a las puertas a mitad de la noche... y finalmente me he puesto a dar graznidos de felicidad.